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Una buena manera de plantearse el problema de la existencia del mundo es la famosa pregunta de Leibniz: “¿Por qué hay algo en vez de nada?”. Muchos filósofos (sobre todo los existencialistas, Heidegger, Sartre…) trataron de dar una respuesta más o menos aceptable para todos, pero la pregunta aun sigue sin respuesta concreta. Tal vez Kant fue quien delimitó la cuestión de la manera más precisa, haciendo preguntas desde una perspectiva antropológica: ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? Como se sabe, estas preguntas llevan a una cuestión fundamental: ¿Qué es el hombre? Pero hasta qué punto el “hombre” de Kant nos concierne a nosotros mismos en tanto que seres cotidianos y comunes mortales? Las preguntas kantianas abren el paso a una reflexión sobre la condición humana.
Leibniz y Kant presentaron el asunto de la existencia del mundo ligada a la condición humana a la manera de los filósofos modernos, pero nuestros ancestros ya se plantearon la cuestión sobre la naturaleza humana desde la más remota antigüedad. Tomar conciencia del mundo en el cual vivimos nos lleva ineluctablemente a preguntarnos sobre nosotros mismos en tanto que seres de “carne y hueso” y no solamente como un “hombre conceptual”, como bien lo señaló Miguel de Unamuno: “el hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere -sobre todo muere-, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano. Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el ζῷον πολιτιχόν de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens de Linneo o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre. El nuestro es otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pensamos sobre la Tierra. Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.”(1)
El ser humano, ese hombre de “carne y hueso”, está en este mundo rodeado de incógnitas y de condiciones. Tomar conciencia de ello nos enfrenta a un destino incierto y a una realidad indigente: estamos sometidos a la imprevisión del azar, a una multitud imponderables y a la esclavitud de un cuerpo precario inexorablemente condenado a la decrepitud y a la muerte. Frente a la vida y la muerte, el hombre se encuentra en la desesperante ignorancia de lo que sucede y de lo que le espera en el futuro.
El hombre está sometido a la esclavitud de su historia, de su cultura, de su memoria, de su persona, de su familia, de su patrimonio, de niveles sociales, de sus tradiciones. Y al tomar conciencia de ello también descubre la fuerza del destino y la inercia de la causalidad, que actúan de una manera tan seria y contundente como sus ansias de independencia, libertad y rebelión.
La condición humana es el espacio que hay entre la esclavitud y la libertad, entre la vida y la muerte. Allí, el hombre existe en un mundo precario donde cada acción y cada paso adelante implican también el descubrimiento constante de otros misterios y de nuevas condiciones. Nuevas libertades también traen nuevos límites. Así, la historia del mundo describe una constante lucha contra la esclavitud y a la vez muestra como el hombre toma conciencia de sus límites y de sus posibilidades. La esclavitud y libertad no existen una sin la otra como bien lo había visto Hegel. La lucha contra ese estado fatal de la vida es una realización que tiende a superar, o por lo menos, a mejorar sus condiciones existenciales. El ser humano no puede esperar de realizarse plenamente en este mundo, ni conocer la realidad última, sin un compromiso completo de sí mismo y sin el resplandor de una cierta esperanza de un mundo mejor y libre de condicionamientos y alienación. La cuestión de la realización es inseparable de la libertad.
Si el hombre no rompe las cadenas que lo sujetan a sus comportamientos alienantes, queda condenado a la angustia y a la contradicción que se origina en el juego de contrarios que luchan entre el estado de esclavitud y la libertad. La somnolencia y la inercia de la rutina lo mantendrán toda su vida en el estado pasivo de un animal doméstico y social envuelto en un mundo restricto a lo cotidiano. El movimiento que lleva al humano hacia la libertad no es una causa colectiva pero tampoco es solamente individual.
Cada individuo es único pero la calidad individual nace de una relación social y mundana donde el hombre está inserto. Una solución integral debe tener en cuenta esta paradoja. Y sobre todo descubrir dónde y cómo de resuelven los contrarios. Hay un escollo importante a evitar: es aquél creado por nuestros propios conceptos y prejuicios. La lucha por la libertad es quimérica e incesante. Esta es la tragedia de la condición humana: luchar sin el lastre de una esperanza, hacer nuevos mundos destruyendo otros. Siempre.
(1) Miguel de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida, cap.1, 1913
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